miércoles, 13 de julio de 2011

3. RESULTADOS Y ANÁLISIS

 
En la primera parte de este capítulo, se presentan de manera sistemática las evidencias encontradas en las fuentes secundarias consultadas que permiten especificar el contexto de los conflictos agrarios y establecer las convergencias y divergencias respecto de los elementos que caracterizan la guerra civil. En esta misma sección se aportan las evidencias halladas en dichas fuentes que permiten especificar las causas que dieron lugar a los conflictos agrarios observados en las primeras décadas del siglo veinte en Colombia. En la segunda parte de este capítulo, se relacionan las evidencias que permiten analizar la distribución de la violencia y sus variaciones espacio-temporales en el contexto de los conflictos agrarios, a la luz de los elementos teóricos y metodológicos desarrollados en los capítulos anteriores.

            3.1. ESPECIFICACIÓN DEL CONTEXTO DE LOS CONFLICTOS AGRARIOS PARA APLICAR LA TEORÍA DE LA VIOLENCIA POLÍTICA

Los conflictos agrarios que se observan en las primeras décadas del siglo veinte en Colombia no tienen lugar en un vacío institucional o con ocasión del colapso del orden político. Por el contrario, hay evidencia de que estos conflictos persisten desde el siglo anterior (LeGrand, 1988, 2007), en medio de cambios a nivel constitucional y legal, es decir, que se generan dentro del orden institucional establecido. De hecho, diversos trabajos coinciden en que estos cambios institucionales provocaron variaciones en las prácticas sociales.

Para LeGrand, las leyes 61 de 1874 y 48 de 1882, cuyo propósito era fomentar la colonización y expansión de la frontera agrícola, si bien no recibieron mucha atención por parte de los grandes hacendados, “sí influyeron profundamente en las actitudes de los colonos frente a su propia situación. Los campesinos –agrega LeGrand- tuvieron la sensación de que el gobierno nacional los apoyaba, que las leyes legitimaban sus intereses y que les suministraban el punto de partida para empezar a organizar su propia defensa.” (2007, p. 128-9). Con ocasión de la sentencia del 15 de abril de 1926 expedida por la Sala de Negocios Generales de la Corte Suprema de Justicia, LeGrand señala que nuevamente: “[…] el factor que precipitó los conflictos fue otra reforma en el sistema legal. La Corte Suprema de Justicia, reflejando la tendencia del Estado a la intervención económica, resolvió especificar por primera vez los criterios legales que diferenciaban la propiedad privada de la propiedad del Estado.” (2007, p. 133). Agrega que: “En 1926, cuando la Corte dictaminó que en adelante la única prueba de propiedad era el título original, donde constaba que el Estado había alienado esta tierra del dominio público, los campesinos escucharon atentamente. Muchos sabían que las haciendas donde trabajaban no tenían esos títulos, porque se habían formado a través de adquisiciones ilegales de terrenos baldíos.”

Esta apreciación se reitera en los trabajos de Kalmanovitz y López, que expresan que: “Los colonos se apoyan en sus movimientos en el fallo de la Corte Suprema de 1926 para cesar de pagar sus obligaciones a los propietarios que no puedan invocar un título incontestable sobre antiguas tierras públicas.” (p. 66). No obstante, estos autores destacan que, contrario a las tesis de LeGrand en relación con los efectos de una ley sobre baldíos de 1848, Villegas y Restrepo (1978, p. 33 citado en Kalmanovitz y López, p. 55-6) anotan que: “[…] téngase en cuenta que los colonos eran generalmente analfabetas y faltos de recursos económicos; lo más probable es que ignoraran la existencia del recurso legal o que no tuvieran medios económicos para acudir a las autoridades para interponer la defensa que eventualmente se derivaba de la citada ley.”    

Tovar Zambrano sostiene en relación con los conflictos agrarios, en una interpretación de corte hobbesiano, que:
En la cuestión agraria la intervención del Estado resultaba aún más precaria: aquí el listado se veía limitado por el dominio tradicional de la hacienda, por el poder secular de los hacendados, quienes imponían las reglas de juego o inclinaban con frecuencia a su favor las determinaciones de las autoridades, especialmente las del gobierno regional y local. De este modo el Estado no había reglamentado los contratos y las relaciones laborales, de tal manera que persistían las relaciones ambiguas entre arrendatarios y hacendados, es decir, la tradicional forma mixta de trabajo asalariado y arrendamiento de la tierra, lo cual situaba a los trabajadores  la [sic] doble condición de arrendatarios y a la vez de asalariados […]. Esta confusión era fuente de permanentes conflictos, a lo cual se agregaba el problema central de la lucha de los trabajadores por la propiedad de la tierra. La disputa por esta propiedad surgía del hecho de que los trabajadores alegaban la condición de cultivadores de baldíos en aquellos terrenos que eran mantenidos bajo dudosos títulos de propiedad; dicha condición era alegada, de una parte, por los trabajadores de las haciendas sometidas a aquella confusión jurídica, que dejaban de cumplir sus obligaciones tradicionales de arrendatarios para declararse colonos ocupantes de tierras baldías, y de otra, por ocupantes que alegaban el carácter inicial de colonizadores. (p. 191)

Tovar Zambrano sostiene que los conflictos desbordaron los marcos institucionales y que el vacío estatal condujo al empleo de la violencia coercitiva, en los siguientes términos:

Según las leyes vigentes, los conflictos entre arrendatarios y arrendadores, la determinación del carácter de baldío de un territorio, el deslinde entre tierras baldías y de propiedad privada, los desahucios y lanzamientos, etc., competían al poder judicial y a las autoridades de policía, en donde, con reiterada frecuencia, la decisión del conflicto se resolvía en favor de los hacendados y terratenientes. […] Lo limitado de la intervención social del Estado contribuía para que los conflictos desbordasen con frecuencia el estrecho marco legal e institucional, y que en consecuencia, se apelase a otro tipo de intervención: a la intervención primaria de la represión violenta. La debilidad o el vacío social del Estado era cubierto por la violencia represiva, tal como lo demuestran las repetidas intervenciones de la fuerza pública en los conflictos de la Tropical Oil Company (octubre de 1924, septiembre de 1926 y enero de 1927) en el municipio de Barrancabermeja, y en la tristemente célebre matanza de las Bananeras. (p. 191-2).   
           
Por otra parte, Ortiz Sarmiento, por el contrario, destaca la elevada actividad institucional que se observa en la resolución de los conflictos agrarios. Sostiene que:

La defensa judicial fue sin duda lo que más puso en contacto a la población con las instituciones y contribuyó, a través de los abogados y proliferantes tinterillos, a forjar una mentalidad legalista que, creemos, se quebraría sólo durante La Violencia; la mayoría de los casos llevados a los tribunales antes de 1948 conciernen a disputas entre vecinos o entre individuos de sectores sociales afines; en las décadas del 30 y del 40, a raíz de la ley de tierras o ley 200 de 1936, en varias zonas de la región [Quindío] se interpusieron contra los patrones demandas judiciales para obtener el reconocimiento de mejoras; esto quiere decir que aquél fue un período en que la relación entre propietarios y agregados o colonos no se reducía a su dimensión privada y paternalista sino que pasaba de alguna manera por la institución estatal; no obstante los campesinos hoy expresan decepción cuando se refieren a los resultados de aquellos procesos; la ausencia de órganos operativos para hacer cumplir las leyes pudo ser una de las causas de su ineficacia, por cuanto no existían en la región juzgados especializados en lo laboral ni oficinas del trabajo […]. La titulación de baldíos, igualmente, había puesto a los colonos en relación con el Estado desde la colonización; […] fueron bastantes, sin embargo, los colonos que no se preocuparon por la legalización de su mejora; hemos dicho que efectuaban las transacciones sin el trámite legal, apenas librados a la buena fe; pues bien, la buena fe no era más que la ventaja de la relación directa interpersonal, sobre la oficializada que difícilmente buscaría imponerse en el transcurso del tiempo. La falta de título de propiedad favorecería la expropiación entre particulares durante La Violencia. (p. 47)

Al mismo tiempo, Ortiz Sarmiento señala que los procesos de colonización también supusieron conflictos entre vecinos, como los registrados en 1922 en la cabecera de Calarcá (Quindío) cuando “el malestar se cristalizó un día en el enfrentamiento violento de antioqueños y cundinamarqueses; en esta forma convinieron dirimir la disputa que, sin poner en cuestión el fuero de los primeros pobladores –antioqueños-, versaba más bien sobre el derecho a la coexistencia de los postreros; con un saldo de heridos a ambos lados, se dice que ganaron los cundinamarqueses mediante la cooperación de las esposas de la calle Fusa, que salieron al paso con baldes de agua hirviente.” (p. 42)

Estos casos permiten poner de relieve no sólo las contradicciones que generan las teorías dominantes sobre la relación que pueda establecerse entre la emergencia de los conflictos y los vacíos y cambios institucionales, y mucho menos los costos en vidas y económicos generados por estos vacíos y cambios, lo cual excede los objetivos del presente trabajo. Por el contrario, permiten enfatizar que cualesquiera sean las causas y la naturaleza atribuida a los conflictos agrarios, ellos no tuvieron lugar en un vacío institucional o a propósito del colapso del orden político.  Dada la evidencia disponible y estas interpretaciones, puede señalarse plausiblemente que los conflictos agrarios son el resultado (indeseado o no) de dicho orden. Ahora bien, puede acusarse dicho orden como parcial y débil (Ortiz Sarmiento, p. 46; Tovar Zambrano, p. 192), pero no como inexistente. De hecho, todos los trabajos subrayan de una forma u otra la persistencia de una tensión entre las instituciones formales vigentes que regulan las interacciones sociales en cada caso y las prácticas sociales observadas en el terreno.

            Esta tensión puede explicar la dirección del cambio institucional (North, 1993). Para Ostrom: “El Estado hobbesiano natural es una situación [sic] la que opera la inexistencia de reglas que requieran o prohíban cualesquiera acciones o resultados. El Estado hobbesiano natural es lógicamente equivalente a una situación en la que las reglas existentes permiten que cualquier emprenda alguna o todas las acciones deseadas, independientemente de sus efectos sobre los demás.” (p. 221). En opinión de Ostrom: “Mientas los límites del recurso o la especificación de los individuos que pueden usarlo sean inciertos, nadie sabe qué se está administrando o para quién. Sin la definición de los límites del RUC y de su cierre a los “de fuera”, los apropiadores locales corren el riesgo de que todos los beneficios que produzcan con sus esfuerzos serán cosechados por otros que no han contribuido.” (p. 149).
            Los conflictos y la producción de violencia, unilateral por el Estado como la represión a la que se refiere Tovar Zambrano, o la bilateral a la que alude Ortiz Sarmiento, se explica, según los neoinstitucionalistas, no sólo por la ausencia de reglas, formales o informales, sino también cuando dichas reglas establecen una distribución de beneficios que los individuos perjudicados pueden considerar injusta. Sostiene Ostrom que: “La violencia física que tiene lugar entre los usuarios de las pesquerías y sistemas de riego es sintomática de la asignación inadecuada de puestos espaciales o temporales a los apropiadores. Cuando éstos consideran la asignación de derechos y deberes de acceso injusta, poco rentable o que se hace cumplir de manera inapropiada, ello puede afectar de manera adversa su disposición a invertir en actividades de suministro. Las reglas particulares utilizadas para regular la apropiación afectarán los costos de supervisión y de control, además del tipo de comportamiento estratégico que tendrá lugar entre los apropiadores y los monitores (el juego de la detección/disuasión).” (p. 91).

            Por supuesto, la perspectiva de Ostrom refleja la concepción de la violencia física como resultado (sintomática) de una distribución injusta y no como un recurso estratégico que domina el panorama teórico. Knight (1992) también señala el conflicto social como un fenómeno que las instituciones sociales pueden provocar porque definen distribuciones de beneficios que son el reflejo de las asimetrías de poder preexistentes, pero que también pueden entrar a resolver. De cualquier forma, también excede el alcance de este trabajo determinar si la distribución de beneficios que genera un orden institucional dado es injusta o no. Este es el tema recurrente en los estudios sobre los conflictos agrarios en Colombia. La pretensión del presente trabajo es comprender en qué condiciones los actores del conflicto recurren al uso político de la violencia, que, puede irse advirtiendo, siempre es un fenómeno que queda al margen sin una explicación razonada.

No obstante, el propósito de esta primera parte del capítulo es especificar el contexto de los conflictos agrarios que permita establecer convergencias y divergencias respecto de la guerra civil. A partir de este análisis se deben identificar las condiciones en las cuales resulta plausible aplicar la teoría de Kalyvas sobre el uso político de la violencia a la comprensión del fenómeno en el contexto de dichos conflictos.

            Se había señalado que el primer elemento esencial que caracteriza la guerra civil es el desafío o ruptura efectiva del monopolio de la violencia dentro de un Estado soberano. LeGrand (2007) señala que los conflictos agrarios constituyen un antecedente de La Violencia, como acontecimiento que ha sido periodizado entre 1945 y 1965 a criterio de cada investigador (Sánchez, 2007, p. 19). Los historiadores no se ponen de acuerdo al respecto. Pécaut (2001) señala que “la asimilación de la Violencia a los conflictos agrarios anteriores deja de lado aspectos de manera alguna menospreciables; aun cuando se puedan encontrar elementos de litigio común, la modalidad de la confrontación es evidentemente muy distinta.” (p. 620). Agrega Pécaut que:

De 1920 a 1935 la violencia había sido muy intensa, pero moderadamente sangrienta. Ligas campesinas y núcleos políticos “revolucionarios” se habían presentes en la movilización campesina; por encima de los grandes propietarios, el Estado había sido un actor central, y es hacia éste donde convergen a menudo las “reinvindicaciones” relativas al reconocimiento de derechos jurídicos. […] Y los mismos grandes propietarios recurrían ciertamente a la fuerza, pero también a la adopción de posiciones políticas. Nada similar ocurrió entre 1949 y 1953. El Estado permanece ausente y, cuando no ocurre así, está lejos de asumir el papel de eventual mediador. El litigio no es ahora, como en la situación anterior, la redefinición de los derechos colectivos; los enfrentamientos no se desarrollan de manera privilegiada dentro de las grandes propiedades o en sus límites y tanto los propietarios medios como los pequeños se ven implicados en las luchas. Los protagonistas no son, como antes, las organizaciones reinvindicativas, del lado campesino, ni las asociaciones como el sindicato de propietarios o la Asociación Patriótica Nacional, del lado de los dueños. Las zonas donde sobreviven las formas de organización campesina organizadas en 1930 no son necesariamente las más afectadas por la Violencia, y pueden incluso no haber sido tocadas por ésta como es el caso, por ejemplo, del municipio de Viotá, en Cundinamarca, que había sido lugar memorable en los conflictos de 1930, y seguía siendo en los cincuenta ciudadela rural del partido comunista […]. (p. 620-2). 

Para otros autores como Medina (2007, p. 276) no hay solución de continuidad entre los conflictos agrarios y La Violencia: “Mientras que otras zonas del país donde el conflicto agrario había sido muy agudo entre 1925 y 1935 se encontraban ahora en una etapa de relativa estabilidad, en el sur del Tolima la lucha de los trabajadores por la tierra continuaba con ímpetu y la ofensiva terrateniente se mantenía con fuerza. Cuando sobrevino la Violencia estaba viva la cuestión agraria en Chaparral.”

Kalmanovitz y López (2006) señalan sin lugar a dudas el carácter de guerra civil en que devino La Violencia. Kalyvas (2006) es profuso en las referencias a distintos episodios de La Violencia y a los conflictos posteriores en que intervienen las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia –FARC- y los paramilitares para ilustrar el análisis de la violencia en la guerra civil (2006, p. 161-2, 184, 188, 191, 214-5, 223, 228, 237-8, 379, 380). En contraste, Palacios y Safford (2002, p. 634-5) señalan que: “Por momentos, en esos años de 1950 a 1953, la violencia pareció perder su carácter de guerra municipal, semianárquica y de venganzas familiares y ganar el estatus de guerra civil. Pero este carácter de una violencia más pública que privada, más nacional que localista, no fue avalado ni por el gobierno ni por los jefes liberales. Ninguno de ellos quiso formalizar una guerra civil.”

Los elementos que interesa destacar por el momento, además de las inconsistencias que salen a la superficie en los trabajos citados, es que si bien no puede afirmarse que se ha producido la ruptura del monopolio estatal de la violencia, de hecho se evidencia en los enfrentamientos armados entre los campesinos y las milicias privadas de los hacendados o los cuerpos de policía, que dicho monopolio se encuentra al menos desafiado. Estos episodios se analizan en detalle en la segunda parte de este capítulo.

La evidencia indica que los conflictos agrarios anteriores a La Violencia son violentos en una intensidad y fatalidad menor que puede recibir alguna explicación más adelante. Con independencia de si se considera que los conflictos agrarios son una fase previa o prematura de La Violencia o si se superponen o si se les otorga una identidad propia, lo que se evidencia es que los episodios sobre confrontaciones violentas son recurrentes en un período que se prolonga por más de diez años, lo que da cuenta del desafío que representan para el orden institucional y para la capacidad militar y “represora” del Estado y los grupos gobernantes, como los hacendados. Este desafío se pone en evidencia por la presencia limitada de las fuerzas armadas del Estado en diferentes zonas porque su número no es significativo y encuentra obstáculos geográficos, como las zonas montañosas y las selvas. Consistente con esta observación, Fajardo (1977, p. 285) señala que los campesinos “consolidaron colonias en muchísimas tierras: en todo el cañón del río Irco, en el del Ambeima, en la hoya del río Amoyá y otros lugares de la cordillera, en lo que habían sido montes inaccesibles.”

Pécaut (2001, p. 168) advierte que en 1930 el número de efectivos del ejército nacional es reducido, entre 5.000 y 6.000 hombres, y los gastos militares también son bajos como proporción del gasto público, en 1929 representan apenas el 4.6%, aumenta a 18.3% en 1934 durante la guerra con Perú y cae nuevamente a 5.3% en 1940. Resulta elocuente que en una entrevista el presidente López Pumarejo en 1936 invitara a la institución militar a “…compensar al contribuyente colombiano de los sacrificios que se impone para sostener las fuerzas de la defensa nacional, realizando un programa de utilidad social”, consistente, según Pécaut, en explorar y desarrollar el territorio nacional “en las soledades remotas de La Guajira, del Arauca o del Amazonas.” (citado en 2001, p. 169). Este desafío se acentúa cuando la institución militar observa la penetración de los partidos de ideología comunista o marxista, que estimulan la organización de las ligas campesinas hasta su cooptación casi total por el Partido Liberal durante el gobierno de López Pumarejo (Sánchez, 1984a, 1984b).

En la memoria del ministro de  Guerra de 1927 se advierte que: “Ha surgido un peligro nuevo y temible, quizá el más grande que haya tenido durante su existencia la patria y del cual, en mi concepto no nos hemos ocupado suficientemente o sea en el grado y medida necesario para afrontarlo y vencerlo. ¡Tal es el peligro bolchevique!”, y agrega que “la ola impetuosa y demoledora de las ideas revolucionarias y disolventes de la Rusia del Soviet…ha venido a golpear a las playas colombianas amenazando de destrucción y ruina y regando la semilla fatídica del comunismo que, por desgracia, empieza ya ha germinar en nuestro suelo y a producir frutos de descomposición y de revuelta.” (citado en Gilhodes, 2007, p. 298). Resulta significativo que para la época de estas declaraciones no se habían producido la masacre de las Bananeras ni el intento de toma de El Líbano en 1929 (Sánchez, 1984a).

El conflicto agrario define a los actores políticos enfrentados. Por una parte, los hacendados, con el apoyo de los gobiernos nacional y locales, las autoridades judiciales y de policía, y las milicias privadas, organizados en gremios como el Sindicato de Propietarios y la Sociedad de Agricultores de Colombia, y representados políticamente en los partidos tradicionales Conservador y Liberal y el movimiento opositor al gobierno de López Pumarejo Acción Patriótica Económica Nacional –APEN- (LeGrand, 2007; Vega Cantor, 2004; Sánchez, 1984 b). Por otra, los campesinos, colonos y arrendatarios, que se organizan en ligas clandestinas y sindicatos reconocidos, con el apoyo de los partidos de izquierda como el Partido Socialista Revolucionario creado en 1926 y posteriormente por el Partido Comunista colombiano, la Unión de Izquierda Revolucionaria (UNIR) liderada por Gaitán hasta su incorporación al Partido Liberal durante el gobierno de López Pumarejo y el Partido Agrario Nacional (PAN).
El territorio en que dominan unos y otros actores políticos es el resultado del proceso de colonización y expansión de la frontera agrícola (LeGrand, 1988, 2007). Las haciendas tradicionales y los minifundios colonizados por campesinos se intercalan con los terrenos baldíos, sobre los cuales el Estado conserva la propiedad hasta que sean asignados a un particular. Todavía en las primeras décadas del siglo veinte, buena parte del territorio nacional no se encuentra colonizado (LeGrand, 1988; Pécaut, 2001). Sin embargo, los campesinos han ido colonizando baldíos al tiempo que las haciendas se expanden, con títulos o sin ellos, hacia los baldíos adyacentes y hacia los baldíos cultivados por los colonos (LeGrand, 1988, 2007). Con el despegue de la economía cafetera para la exportación hacia 1918, dadas las condiciones especiales del cultivo y almacenamiento del grano, la colonización se expande hacia las faldas cordilleranas y las zonas de climas medios y cálidos, remontando las selvas y bosques tropicales (Palacios, 1983; Junguito et al, 1991; Palacios y Safford, 2002).

El territorio queda así dividido en los grandes latifundios de propiedad de las haciendas; los minifundios titulados a los colonos; los baldíos adyacentes a las haciendas, cercados y sobre los cuales se pretenden poseer títulos; los baldíos adyacentes a los minifundios y colonias agrícolas campesinas, objeto de explotación y donde se ejerce la posesión o propiedad de facto por los colonos; y aquellos baldíos en la frontera agrícola, sin colonizar ni cultivar, en regiones más apartadas como la Orinoquia y el Amazonas, el Chocó y en porciones del Magdalena Medio (LeGrand, 1988, 2007; Sánchez, 1984 b, p. 120-129; Sánchez Torres y otros, 2010). La presencia de las fuerzas armadas y las milicias privadas de los hacendados se concentra en las cabeceras municipales, en puertos y principales corredores de acceso y en las zonas rurales de las planicies, que en el caso de los departamentos de Cundinamarca y Tolima se encuentran dominados por la propiedad hacendaria (LeGrand, 1988, 2007; Sánchez, 1984b; Fajardo, 1977; Medina, 2007; Machado, 1977, 1988).

En relación con el riesgo de supervivencia de los individuos, la evidencia anecdótica sustancial indica que en los enfrentamientos armados entre las fuerzas oficiales y las milicias privadas con los campesinos se producen heridos y bajas (Fajardo, 1977; Sánchez, 1984 a). También es importante destacar que en los procesos de expansión de las haciendas hacia los baldíos adyacentes y los cultivados por los colonos, se evidencian hostigamientos, detenciones ilegales y el desplazamiento forzado de los colonos, cuando no se les obliga a trabajar en estos territorios de las haciendas en la condición de peones o arrendatarios (LeGrand, 1988, 2007). Fajardo (1977) describe cómo los campesinos que, como un acto de resistencia invaden los terrenos incultos y baldíos cercados por las haciendas, tienen miedo a ser identificados por lo cual toman medidas como acompañarse de colonos de otras vecindades. Estos episodios son objeto de un análisis más cuidadoso en la segunda parte del capítulo.

Precisamente, resulta interesante el planteamiento de LeGrand (1988, 2007) reiterado en diversos trabajos sobre los conflictos agrarios, que pone de manifiesto el interés principal de los hacendados en el proceso de expansión de las haciendas: desplazar a los colonos para obligarlos a trabajar en las haciendas, dada la escasez de mano de obra en el campo provocada por la oferta de trabajo asalariado en las obras públicas, puertos y ferrocarriles, las industrias nacientes y los centros urbanos, que se incrementó desde mediados de los años veinte hasta la Gran Depresión a finales de esa década (LeGrand, 1988, 2007; Junguito et al, 1991; Palacios, 1983; Kalmanovitz y López, 2006). Esto evidencia el uso político de la violencia para controlar a la población y obligarla a ofrecer su mano de obra en condiciones que no aceptaría bajo acuerdos voluntarios de cooperación, como consta en diversas investigaciones.

Estas condiciones que impone la hacienda, como trabajo no asalariado, control del ciclo vital de los campesinos, multas y castigos físicos, no sólo son un signo de que la hacienda tradicional es una organización económica autosuficiente sino que constituye un régimen que regula las interacciones sociales y políticas en su interior y a nivel local dentro de su área de influencia (Sánchez, 1984 b, p. 123, 1989; Ortiz, 1985; Vega Cantor, 2004). Existen registros oficiales, como los informes de las Comisiones especiales de la Cámara de Representantes y los reglamentos internos de las haciendas, que dan cuenta de estas situaciones (Sánchez, 1984b; Vega Cantor, 2004). Para ilustración se cita un informe de la Cámara de Representantes en que se constata que: “La Comisión (de la Cámara) pudo darse cuenta sobre el terreno de los hechos del dominio absoluto que ejerce el latifundista sobre los bienes y las vidas de los campesinos.” (citado en Sánchez, 1984b, p. 123).

De acuerdo con LeGrand (2007) debe descartarse el uso de la violencia de manera unilateral como terror estatal o genocidio o desplazamiento masivo de campesinos por parte de los hacendados y la fuerza pública, en la medida que el propósito en someter a esta población al trabajo en las haciendas y no exterminarla o simplemente expulsarla de los terrenos incultos de las haciendas y los baldíos. Solamente los casos de las bananeras y la represión de las huelgas de los trabajadores de las petroleras pueden ser vistos como actos unilaterales del Estado. En general, en relación con los conflictos agrarios, existe evidencia sustancial sobre la resistencia activa de los campesinos, que se manifiesta mediante la destrucción de los bienes de las haciendas, como cultivos y cercas, pero también mediante el enfrentamiento armado con las autoridades y las milicias de las haciendas (LeGrand, 2007; Fajardo, 1977; Vega Cantor, 2004; Sánchez, 1984b). En este sentido, se trata de un fenómeno bilateral entre estos bandos opuestos. Como sostiene Pécaut (2001), la violencia en estos conflictos es intensa aunque quizás no tan sangrienta como La Violencia. La violencia en los conflictos agrarios es personalizada: el blanco son los campesinos, por parte de los hacendados; y los capataces, mayordomos, administradores, miembros de las milicias y la fuerza pública, que son amenazados y atacados por los campesinos (Fajardo, 1977). Aunque, como en el caso de los despojos y desplazamientos forzados por la usurpación de los baldíos colonizados, todos los miembros de las familias campesinas resultan afectados (Fajardo, 1977).

En relación con la intimidad, Ortiz Sarmiento señala la presencia de los elementos que la caracterizan, cuando sostiene que “la mayoría de los casos llevados a los tribunales antes de 1948 conciernen a disputas entre vecinos o entre individuos de sectores sociales afines; en las décadas del 30 y del 40, a raíz de la ley de tierras o ley 200 de 1936, en varias zonas de la región se interpusieron contra los patrones demandas judiciales para obtener el reconocimiento de mejoras; esto quiere decir que aquél fue un período en que la relación entre propietarios y agregados o colonos no se reducía a su dimensión privada […].”  Es decir, los conflictos agrarios, cuando se generalizan en varias regiones, animados por los partidos de izquierda, enfrentando a las autoridades que respaldan a los hacendados con los campesinos, lo que evidencian es la politización de las disputas personales entre vecinos, individuos de sectores sociales afines y entre los patrones y sus arrendatarios por las mejoras. En este sentido, todo ocurre en una escala muy local, concentrada, donde la interacción social es densa y donde las personas se conocen. La sola presencia de estos elementos habilitan que la teoría de la violencia política se aplique en estos entornos, quizás más pacíficos en comparación con una guerra civil propiamente tal (Kalyvas, 2006, p. 358-362). La generalización de los conflictos agrarios y la violencia son el contexto en que se aspiran resolver las disputas y los intereses personales, como la propiedad privada. Pero el contexto politiza estas disputas, que son catalizadas por los partidos de izquierda en el caso específico de Colombia en los años veinte y treinta.

Ahora bien, la resistencia de los campesinos en los conflictos agrarios puede explicarse porque no se activan como en la guerra civil propiamente tal el mecanismo que distingue a los actores políticos de la población civil. Este aspecto es importante desgranarlo en sus piezas elementales: los campesinos son los actores políticos rivales de los hacendados y las autoridades en los conflictos agrarios, que son calificados como “insurgentes” y “rebeldes” (Fajardo, 1977; Sánchez, 1984b); pero entre los campesinos se confunden quienes se ponen al frente a defender sus derechos o enfrentar a los hacendados o a organizarse en ligas, de quienes se mantienen aparentemente pasivos como las mujeres, ancianos y niños.

Lo cierto es que los campesinos no son una categoría abstracta pero dado el nivel de agregación de los datos disponibles y de los testimonios y anécdotas documentadas, no es posible establecer identidades particulares. No obstante, puede afirmarse que, debido a que los campesinos deben usar directamente la violencia para atacar o defenderse, según el caso, no cuentan entonces con el mecanismo característico de la guerra civil en que es un tercero, el actor político o armado, quien ejecuta el acto violento que garantiza la asepsia del acto de delación.
En relación con el nivel de organización y capacidad militar de los actores políticos a nivel local, debe distinguirse la organización de los hacendados y la de los campesinos. En relación con los primeros, Sánchez (1984b, p. 123) subraya la descripción tomada de un informe de una Comisión de la Cámara de Representantes de 1932, en que se constata que: “En la casa de la hacienda Sumapaz, por ejemplo, funciona la Inspección de Policía Departamental; en la misma hacienda habitan y se alimentan los empleados de la Inspección y los guardias de Cundinamarca. En la misma casa existe un cuarto húmedo y oscuro que sirve como de prisión; hay allí mismo en ese cuarto un botalón donde apegan los presos.” 

También destaca que respecto de la hacienda El Pilar, un latifundio de más de 300.000 hectáreas que abarcaba las jurisdicciones de los municipios de Bogotá, Pasca, Arbeláez, San Bernardo y Pandi, de la cual también era propietario Torres Otero, propietario de la hacienda Sumapaz, la misma Comisión constató también allí la presencia de una Inspección de Policía (“Paquilo”), en la que “al igual que la de Sumapaz, existe un calabozo para encerrar a los labriegos desafectos a Torres Otero, al Inspector o a los guardias.” (citado en Sánchez, 1984b, p. 122-3).

Resulta indicativo que esta situación se replique en otras regiones. Sánchez (1989), en relación con las invasiones de campesinos a las haciendas y su expulsión violenta, reproduce un elocuente mensaje del gobernador del Valle del Cauca a la Asamblea departamental en 1930:

En los últimos días se ha adoptado un sistema distinto e ingenioso para verificar las expropiaciones, en forma aparentemente voluntaria, eludiendo así las sanciones legales y pudiendo obrar a sol meridiano: se presenta un grupo de individuos donde el hacendado en demanda pacífica de una o varias reses, dizque para aliviar la situación de los sin trabajo; el propietario guiado por el temor de que la negativa determine la expropiación manu militari en proporción y forma de mayor gravedad, accede inmediatamente a todo lo pedido y, en vista del éxito alcanzado, el procedimiento ha hecho carrera a tal extremo que los dueños de haciendas se encuentran justamente alarmados. Reunidos hace pocos días en número considerable en la sala de la gobernación, y mediante el concurso decidido del gobierno para la defensa de sus intereses, se resolvió organizar una sección de policía montada, compuesta por 18 agentes, bien seleccionados, cuyos sueldos, provisión de caballería y demás enseres serán a cargo de los hacendados […].”

En relación con el nivel de organización de los campesinos, LeGrand (2007, 134) señala que:

Los distintos movimientos de protesta de arrendatarios fueron condicionados por factores similares, pero desde el punto de vista de la organización no tuvieron ninguna relación entre sí. Es significativo que todos se hayan originado en zonas de grandes latifundios, con un pasado reciente de concentración de tierra y de tensiones entre los colonos y los hacendados. […] [E]sas regiones abarcaban las zonas cafeteras de Sumapaz, Quindío, Huila, el norte del Valle, la zona ganadera del Sinú y la zona bananera de la United Fruit Company. 

Esta observación contrasta con la evidencia que aporta Sánchez (1984b) sobre el nivel de organización de las ligas y sindicatos campesinos, los cuales estuvieron fuertemente articulados a nivel regional y nacional con el respaldo de los partidos de izquierda. Sostiene este autor que “si de todos estos conflictos [en las zonas cafeteras, entre hacendados y campesinos] los que tuvieron mayor resonancia fueron los sucedidos en Tolima y Cundinamarca, y especialmente en los valles de los ríos Bogotá y Sumapaz, ello se debe, en parte, a que los terratenientes de estas zonas vivían generalmente en la capital nacional, estaban más cerca de los resortes del poder central, y a que los campesinos de ellas podían mantener un contacto más o menos permanente con los aliados urbanos que defendían su causa: el PSR, el PC, la Izquierda Liberal.” (Sánchez, 1984b, p. 134).

La influencia de estos partidos en el nivel de articulación de las organizaciones  y movimientos campesinos que se observan en diversas regiones, se evidencia en una comunicación divulgada por un órgano oficial del Partido Comunista en marzo de 1935, en el que manifiesta que:

En las haciendas de Golconda y Andalucía, dizque de propiedad del explotador feudal Enrique Soto, dimos principio a la organización de las Ligas de arrendatarios pero desgraciadamente la falta de experiencia nos hizo coger por mal camino; en vez de presentar los pliegos de peticiones al propio latifundista, nos fuimos camino de la derrota, entregándonos a la oficina patronal del trabajo…Anteriormente, organizados en Ligas revolucionarias no nos habíamos dejado despojar. (citado en Sánchez, 1984b, p. 156).

En otra anécdota, en relación con la toma de El Líbano en 1929, se relata cómo el Partido Comunista proveyó a los campesinos y artesanos con las armas utilizadas en el frustrado episodio (Sánchez, 1984 a; Henderson, p. 92). También se encuentran los levantamientos indígenas organizados por el líder indígena comunista Quintín Lame en tres zonas diferentes. Fajardo relata dos confrontaciones violentas en dos años diferentes en la misma zona de Tolima entre campesinos pertenecientes a las ligas locales contra las fuerzas de policía. “Como resultado de la refriega –relata Fajardo el episodio de 1933- fue la muerte de cuatro colonos y la obtención por parte de los colonos de dos fusiles, dos revólveres y una yatagán.” (1977, p. 289). Estos episodios, un poco dispersos en la literatura sobre los conflictos agrarios, evidencian un nivel de organización y articulación de los campesinos, quizás precario pero no inexistente, además de la disposición de armarse.

En relación con las delaciones y contradenuncias, Fajardo (1977, p. 284) destaca a propósito el testimonio de un dirigente campesino que señala: “Hubo entre el campesinado esquiroles que colaboraban con estas arbitrariedades”, refiriéndose a los “encarcelamientos […], amenazas, persecución, batidas, destrozo de cementeras”, en los procesos de colonización en el sur del Tolima, cuando se enfrentaron a los intereses de unas veinticinco haciendas, respaldadas por la Guardia de Cundinamarca, “el cuerpo represivo más técnico que había”. Además, se ha documentado testimonialmente el miedo a ser identificados, sobre lo cual ya se ha citado a Fajardo. En Sánchez (1984b), Fajardo (1977) y Vega Cantor (2004), se citan muestras de las denuncias públicas elevadas por las organizaciones campesinas ante las autoridades nacionales y no ante las locales por miedo a las represalias. Estas denuncias evidencian el nivel de politización de las disputas de los campesinos y hacendados por la posesión de baldíos, los abusos del régimen de hacienda y el desconocimiento de las indemnizaciones por mejoras.

En relación con la magnitud de la violencia, tema que inquieta a muchos investigadores y se toma como elemento para distinguir si un conflicto interno merece o no calificarse como guerra civil, un poco condicionado por las teorías dominantes, será abordado en detalle al final de la segunda parte de este capítulo, después que se descifren las variaciones y la distribución espacial y temporal de la violencia en el contexto de los conflictos armados.

En esta primera parte, se culmina con el examen de los elementos adicionales a los anteriores, que permiten especificar los conflictos agrarios como una especie de insurrección campesina prolongada, a saber: el carácter insurreccional, prolongado, disciplinado, recurrente y prolongado, que desemboca en una guerra civil. El carácter insurreccional se evidencia en diversos trabajos que destacan que los movimientos campesinos tenían como propósito desafiar el régimen hacendario como una expresión de la concentración de la propiedad rural y de relaciones sociales de producción precapitalistas que impedían una distribución más equitativa de los beneficios derivados del crecimiento de las exportaciones cafeteras, que se experimentó entre 1918 y 1930.

Al respecto, LeGrand (1988, p. 102) sostiene que el problema “conexo” de los conflictos son “las disputas concernientes a las rentas”. Para Sánchez (1989), la hacienda no sólo es una unidad de explotación económica sobre grandes extensiones de tierra y una institución social heredera del régimen de encomienda, donde se reproducen las relaciones precapitalistas de producción, no asalariadas, sino también una “unidad política, como estructura de poder articulada a otros poderes de la sociedad, e incluso como escenario de confrontación militar cuyas formas de organización se juegan eventualmente fuera de ella […].”.

Los campesinos se organizaron en ligas campesinas, alentadas y articuladas directamente por partidos de izquierda. Agitaban la consigna “toma revolucionaria de la tierra” (Fajardo, 1977, p. 284). Palacios (1983, p. 342-343) señala que: “Los comunistas […] captaron que la contradicción “precapitalista” entre toda la población campesina y los hacendados era la única que tenía viabilidad política. Si insistimos en el tema del descontento campesino de los veintes, y treintas, no es tanto por su importancia histórica a escala nacional, fácil de exagerar, sino porque esos episodios contienen todos los ingredientes típicos de la complejidad de los regímenes agrarios en transición y porque, como vimos, en esos movimientos la influencia ideológica de sectores urbanos fue predominante.”

En relación con su prolongación en el tiempo, todos los estudios coinciden en que los conflictos agrarios se extendieron durante décadas. LeGrand (1988, 93) afirma que: “Desde 1874 hasta 1920, la determinación de preservar su independencia [los campesinos colonos] dio lugar a centenares de conflictos locales en las tierras medias y bajas.”  De acuerdo con Medina (2007, 276): “Mientras que otras zonas del país donde el conflicto agrario había sido muy agudo entre 1925 y 1935 se encontraban ahora en una etapa de relativa estabilidad, en el sur del Tolima la lucha de los trabajadores por la tierra continuaba con ímpetu y la ofensiva terrateniente se mantenía con fuerza. Cuando sobrevino la Violencia estaba viva la cuestión agraria en Chaparral.” Para Pécaut (2007, 229) “no hay una cronología precisa que pueda asignarse a la Violencia. No hay ningún acontecimiento que habiéndola impulsado constituya su origen, y proyecte sobre la violencia el distintivo de su significación: 1945, 1946, 1948, son todas posibles definiciones de un comienzo, todas decisiones que de hecho pertenecen al investigador; también, 1930, o bien las luchas agrarias de 1920 a 1935, e inclusive las guerras civiles del siglo XIX.” En relación con la escala del conflicto, diversos trabajos coinciden con LeGrand (2007, 134) en que los conflictos agrarios se observaron “en siete regiones diferentes de Colombia a comienzos del decenio de los años treinta.”

De acuerdo con la especificación de los conflictos agrarios que se ha presentado en esta sección, puede formularse que la teoría de Kalyvas sobre la violencia puede extenderse a estos contextos. En especial, por la presencia de elementos como la evidencia de variaciones geográficas en el control de las autoridades y los campesinos sobre el territorio; los mecanismos de la intimidad, que también explican la resistencia de los campesinos y la baja magnitud de la violencia que se registra; el nivel de organización de los actores políticos a nivel supralocal y local, a nivel administrativo y militar, con una clara desventaja para los campesinos; y la generación de un entorno en que, al menos para los campesinos y los agentes locales de los hacendados, pone en riesgo serio la supervivencia. Quizás el elemento que se presenta menos estructurado es la ruptura del monopolio de la violencia, pero los demás elementos son fuertes y la propuesta analítica de dividir el territorio según la definición de los derechos de propiedad, la cual coincide en buena medida con la configuración de las zonas que dominan las autoridades y los insurgentes en la guerra civil, permite avanzar en el análisis en el uso político de la violencia coercitiva, que es el tema de la siguiente sección.

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