miércoles, 13 de julio de 2011

3.2. EVIDENCIAS PARA EL ANÁLISIS DE LA DISTRIBUCIÓN ESPACIAL DE LA VIOLENCIA POLÍTICA

La información disponible a nivel local sobre la violencia en el contexto de los  conflictos agrarios es escasa, dispersa y episódica. La evidencia se basa en cinco estudios seleccionados, por lo que los resultados distan de ser concluyentes. Sin embargo, son útiles y suficientes para descifrar de manera muy preliminar si los mecanismos que se ponen en funcionamiento en las interacciones individuales entre hacendados y campesinos o colonos en los conflictos agrarios son congruentes con los supuestos y mecanismos causales de la teoría de Kalyvas. También pueden permitir avanzar hacia proposiciones contraintuitivas en relación con la producción de violencia en dicho contexto, siguiendo a Kalyvas.

            Se advierte en primer lugar, como era de suponerse por la naturaleza de los estudios disponibles, que la violencia es tratada como un fenómeno marginal dentro de las investigaciones sobre los conflictos agrarios (Tabla 11). De una forma velada ese tratamiento es una señal de que la violencia es una irregularidad: el resultado indeseable, esperado o no, de una tensión que se plantea en términos históricos cada vez que los textos aluden a protagonistas también históricos como los “hacendados” y los “campesinos” cuya contradicción, es en consecuencia, histórica. Este tratamiento de manera velada lo que dice es que la violencia es un episodio inevitable en este escenario de contradicciones históricas. La violencia, que se describe como un episodio dentro de un proceso de cambio de la “estructura” agraria, deja de concebirse así como instrumento de la “lucha” porque para que sea un recurso debe proceder de la parte débil, del “sujeto histórico” campesino y no por parte del poderoso hacendado. Lo que se aprecia en el fondo es que estos episodios de violencia, en el marco más amplio y “estructural” de los conflictos agrarios, no son otra cosa que un espasmo, una fiebre, un estertor, que manifiesta en la superficie una descomposición profunda de la organización social. Al fin de cuentas no es muy diferente a lo que Kalyvas reúne bajo el mote de patologías, para designar un conjunto de sesgos que inhiben el análisis de la violencia como un fenómeno con estatuto propio.

La dificultad que plantean los estudios que nos sirven de referencia es enorme. Por una parte, porque los episodios de violencia diseccionados de los conflictos agrarios no corresponden a una muestra representativa de la realidad. Por otra, su presentación no es sistemática sino que aparece en los trabajos de manera intermitente como cuando se requiere enfatizar el estado crónico de los conflictos agrarios. Por ejemplo, se está haciendo un recuento pormenorizado de la situación de la propiedad rural en Cundinamarca en los años treinta y se nos recuerda de pronto el evento de Viotá a finales de la década anterior. Vale la pena revisar estos esfuerzos, en especial, porque se aprecia una labor de campo y archivística desafiante. Pero hemos terminado en un circunloquio al que le falta fijar con mayor precisión los hechos. Este trabajo hizo un esfuerzo por desgranar un poco lo sucedido con la violencia en los conflictos agrarios, pero es frustrante no contar con más información precisa sobre espacio y tiempo al menos, que permita reconstruir de manera más fidedigna este conjunto de hechos que, si lo que se dice es en algo cierto, avanzaron en la reforma estructural de la propiedad rural, aunque por los datos oficiales disponibles sería preferible mantener el escepticismo porque aún en nuestros días la estructura de la propiedad rural se encuentra muy concentrada.

La violencia es un episodio que refuerza los argumentos sobre el estado crónico que alcanzaron los conflictos agrarios hasta la reforma constitucional y legal de 1936. Aunque los estudios históricos, sociológicos y económicos destacan en general la influencia ideológica y el soporte organizacional de los partidos de izquierda a los movimientos y ligas campesinas que se formaron en los años veinte, el interés se centra en la dinámica de la estructura agraria y sus efectos económicos. En relación con los efectos sociales y políticos, los trabajos plantean de manera explícita que los conflictos agrarios, no la violencia de manera autónoma, produjeron un antagonismo entre hacendados y campesinos o colonos que sirvió de antecedente más o menos directo de La Violencia, lo que puede inscribirse en la tesis tradicional de la polarización, según la cual los antagonismos preexistentes determinan la producción de violencia y no al contrario.

            Ninguno de los estudios confunde la causa de la violencia con la causa del conflicto (Tabla 11) pero sí con su propósito. Mientras que la causa de los conflictos agrarios se puede centrar en los aspectos relacionados con la distribución de la propiedad y tenencia de la tierra, la mano de obra y su remuneración,  y la indemnización de las mejoras, la causa de la violencia es controlar a la población de colonos para someterlos al régimen laboral de la hacienda de una u otra forma, directa o indirectamente como cuando se les “despoja” de sus tierras.

            Los autores reconocen la decadencia del régimen de hacienda, con la expansión de la producción cafetera exportable desde 1918-19, por su incapacidad para aumentar la productividad y el uso intensivo de la tierra, por las condiciones del trabajo pero también por la falta de inversión tecnológica (Palacios, 1983; Kalmanovitz y López, 2006). A pesar de estos planteamientos, lo cierto es que ciertas haciendas lograron transformarse en unidades de producción capitalista a partir de la segunda década del siglo veinte (Deas, 1976; Ramírez B, 2008), lo que puede explicar la “persistencia” de la propiedad latifundista en Colombia, por razones de economía de escala (LeGrand, 2007; Kalmanovitz y López, 2006). Pero la hacienda, con su preponderancia social, económica y política, sí estaba en riesgo con las exigencias de la producción y los cambios sociales. En 1945 se expide la legislación laboral uniforme para todos los trabajadores, rurales o no, incluyendo el derecho a la huelga que se había regulado con propósitos más prohibitivos desde 1919-20 (Leyes 78 y 21, respectivamente) y luego en 1931 (Ley 83) con propósitos más prescriptivos, con lo cual ya no es sostenible el trabajo no remunerado a través de los contratos de arrendamiento de parcelas dentro de las haciendas (Bergquist. 2007; Tovar Zambrano, p. 190 y 192; Palacios, 1983).

            Ahora bien, para efectos del presente trabajo, se formularon los derechos de propiedad como condición de control sobre un territorio. Si los derechos de propiedad están claramente definidos, con los títulos correspondientes, de manera indisputable, se presume un nivel de control mayor que en ausencia de estos derechos, incluyendo el caso de la propiedad de facto o la posesión, regulada en Colombia por la legislación civil desde mediados del siglo diecinueve. Esta legislación es compatible con las ideas liberales de la Revolución francesa burguesa (Moore) y antes con la Guerra Civil inglesa (North y Weingast, 1996) en el rol central de la propiedad privada en la definición del estado moderno liberal. Esta tradición se concreta en la concepción política y jurídica de que la propiedad es un derecho absoluto y sagrado, que se reproduce en el entorno institucional de Colombia que caracteriza los conflictos agrarios. La posesión, la propiedad de facto, también está prevista en la codificación civil como uno de los medios de adquisición de la propiedad. Resulta interesante analizar esquemáticamente el cambio que se produce en el tratamiento de la propiedad privada y de la posesión de baldíos en Colombia. En relación con la propiedad privada, la legislación civil ha previsto la expropiación por la vía de la prescripción adquisitiva del dominio que debe solicitarse ante un juez y debe acreditarse la posesión pacífica e ininterrumpida del inmueble por más de veinte años, lo que en la práctica se traduce en una condición difícil de cumplirse porque el titular siempre puede demostrar la interrupción de la posesión. Por otra parte, la legislación sobre baldíos expedida desde el régimen federal de los Estados Unidos de Colombia (Ley 61 de 1874 y Ley 48 de 1882), incentivaba la “colonización” de baldíos por ocupación pacífica y explotación de terreno, con lo cual se expandía la frontera agrícola del país, en una época en que la economía comenzaba a depender más de la producción agrícola exportable dado que la producción minera mermó. Descontando que la mayor parte de los baldíos fue adjudicado mediante la venta o para el pago de servicios y favores al Estado, lo esencial es tener en cuenta que el ordenamiento jurídico presumía que las tierras que no tuvieran titulares eran baldíos y propiedad del Estado.

La Ley 71 de 1917 modificó la condición de que la adjudicación de baldíos obedeciera solamente a su explotación agrícola y previó que se destinara a uso habitacional por los campesinos, además aligeró el procedimiento de adjudicación para que pudiera realizarse por los gobernadores de los departamentos e intendencias y no necesariamente ante los jueces, que resultaba más dispendioso y costoso. La sentencia de la Corte Suprema de Justicia de 1926 exigió dentro de los procesos judiciales de extinción del dominio por prescripción y para la adjudicación de baldíos, disputados por los hacendados y colonos, que para que se excluyeran del litigio se presentaran como prueba los títulos originales de la adjudicación. Esto significó en la práctica para los hacendados que los derechos de propiedad de facto conseguidos sobre baldíos adyacentes a las haciendas por efecto de cercamientos y otros fraudes (LeGrand, 1988, 2007), se volvieran tan controvertibles y disputables como la posesión sobre cualquier baldío. La reforma constitucional de 1936 dispuso explícitamente la función social de la propiedad pero no modificaba la posibilidad de expropiar propiedades inexplotadas por los dueños sino la regla de la indemnización que, según la Ley 200 de 1936 para los predios rurales, no debía corresponder al valor total del predio sino que podía ser inferior. Pero el cambio fundamental fue que invirtió la carga de la prueba para la posesión de los baldíos porque dispuso que los baldíos no se presumen tales sino de quien los posea hasta tanto el Estado demuestre que no tienen titular. Por supuesto, esta norma zanjó muchas disputas sobre tierras, favoreciendo a los hacendados respecto de los baldíos adyacentes, porque los colonos tampoco podían mostrar títulos ni acreditar la posesión pacífica. Pero lo importante es señalar que difícilmente estos cambios institucionales a nivel constitucional se reflejen inmediatamente a nivel local y operativo (Ostrom, 1990). En este último nivel, es de suponer que las costumbres locales y tradiciones pesan más en relación con el respeto y protección de los derechos de propiedad y la posesión. Sería importante analizar este aspecto en la evolución de los derechos de propiedad y su efecto sobre el ejercicio del control exógeno y endógeno en el contexto de los conflictos agrarios, con evidencia nivel micro, y determinar su relación causal con variaciones temporales y espaciales con el fenómeno de la violencia en dicho contexto, lo que excede por el momento el curso de nuestro trabajo.

En cualquier caso, el punto es establecer la capacidad de la hacienda tradicional para ejercer el control total efectivo sobre los terrenos con títulos, dada su ascendencia sobre las autoridades locales y de policía, y su capacidad para financiar milicias privadas, en una época en que la inspección de policía podía operar desde la hacienda y el hacendado financiar la dotación y salarios de los uniformados (LeGrand, 2007; Vega, 2004). De acuerdo con los resultados del análisis que se muestran en la Tabla 13, no se registra violencia en la propiedad titulada de la hacienda que hemos codificado siguiendo a Kalyvas (2006) como Zona 1, por la capacidad de control tanto exógena como endógena que se deriva de los derechos de propiedad (Eggertsson, 1996). La excepción es un caso que clasificamos en la Zona 1 en la región de Viotá-Tequendama (Vega, 2004) pero tuvo lugar en la cabecera municipal cercana y no en la hacienda propiamente tal, y concluyó con el uso de la violencia física no fatal  indiscriminada (detención masiva). De esta manera se corrobora en este contexto la validez de la hipótesis 3 de Kalyvas (2006) en el sentido de que donde el control se ejerce de manera total, como en las Zonas 1 y 5 la probabilidad de violencia es menor. Al respecto, vale un comentario adicional en relación con la Zona 5.

En Colombia, la colonización de baldíos tuvo como efecto la expansión de la frontera agrícola, es decir, hacia las zonas con acceso más difícil de la geografía. Allí se instalaron los colonos, “desmontaron” selvas y bosques, y cultivaron las tierras, en un proceso que se inició desde el último cuarto de siglo diecinueve hasta la primera década del siglo veinte (LeGrand, 1988). En este período, de hecho, los conflictos se suscitaron entre los hacendados por una parte, compitiendo entre sí por la ampliación de sus propiedades, y entre los colonos entre sí, compitiendo por la posesión de baldíos en la frontera. Para el inicio del período de estudio, hacia finales de los años veinte del siglo pasado, es de suponerse, siguiendo a LeGrand (1988, 2007) y a Palacios (1983), que en la frontera agrícola, en todas las regiones y especialmente en la zona cafetera de Antioquia y Viejo Caldas, los colonos minifundistas lograron para la época formalizar su propiedad sobre los baldíos adjudicados de acuerdo con las leyes.

Lo que se aprecia según la evidencia de los trabajos analizados es que no se registran conflictos y tampoco violencia en lo que codificamos como Zonas 5 y 4, es decir en los minifundios titulados en la frontera agrícola y los baldíos adyacentes. Estas zonas efectivamente corresponden a selvas, bosques y laderas escarpadas de climas medios y altos, que en el modelo de Kalyvas son las regiones más propicias para el “refugio” de insurgentes. Además, en el recorrido por los hechos de las primeras décadas del siglo pasado, este calificativo fue utilizado en forma peyorativa contra los colonos y campesinos arrendatarios que se autoproclamaban colonos. Por lo que puede esperarse que en este contexto de tensiones sociales operen los mecanismos de la defección y delación como ocurre en el contexto de la guerra civil, en especial si un entorno institucional tan débil como el que se evidencia en Colombia en las primeras décadas, con una regulación deficiente del régimen de tierras y con la ausencia de regulación de las relaciones laborales (Tovar Zambrano, 2007). Pero no se trata de que el conflicto surgiera por un vacío o caos institucional, porque es evidente que campesinos y hacendados intentaron resolver sus controversias en la instancia judicial en primer lugar Ortiz (1985) y que las autoridades locales y de policía actuaban como tercero en la protección de los derechos de propiedad (LeGrand; Fajardo; Vega; Palacios). El problema podría plantearse más bien en términos de desequilibrios de poder que, siguiendo a Knight (1992), subyacen a la estructura institucional y la moldean, lo que explica la protección de los derechos de la propiedad hacendaria.

Esos desequilibrios deben ser objeto de análisis a nivel micro, en especial, en la determinación de la capacidad de control sobre un territorio, lo que determina a su vez la distribución espacial de la violencia. Cuando los individuos quedan fuera del alcance del control hacendario, porque se instalan en la frontera agrícola o en los pueblos vecinos, la violencia de los hacendados cesa. En la medida que los colonos queden al alcance de dicho control, instalándose en los terrenos baldíos adyacentes a las haciendas, la probabilidad de violencia aumenta, como resulta del análisis de la evidencia disponible. Lo más interesante es que la hipótesis 5 que postula que en las zonas de disputa donde el poder es paritario, como es el caso de los baldíos no adyacentes a las haciendas, donde hacendados a través de sus fieles y los colonos ejercen derechos de propiedad de facto, no se registra violencia. Este resultado es consistente con las conclusiones de trabajos sobre la correlación inversamente proporcional entre el nivel de conflictos y la definición de los derechos de propiedad, como ocurre con los baldíos (Sánchez Torres et at, 2010). Estos trabajos postulan que el nivel de conflictos agrarios aumenta sobre las “tierras en disputa”, donde los derechos de propiedad no han sido definidos, es decir no se han otorgado títulos formales, y la posesión o propiedad es de facto.

Por supuesto, a esta observación le falta la probabilidad de que se produzca violencia en las “tierras en disputa”, que se pueden codificar como Zona 3. Las evidencias analizadas indican que la probabilidad de ocurrencia es baja o cero. De hecho, LeGrand sostiene que fue la causa para que en esas zonas el conflicto mutara en crónico e indefinido (1988, p. 183), donde ni los hacendados tenían la capacidad de ejercer pleno control ni los colonos de obligar a los hacendados a abandonar esas tierras, lo que configura una paridad de poder en dichas zonas, consistente con la hipótesis 5, lo que según Kalyvas (2006) contribuye a explicar los conflictos y guerras civiles de larga duración.

En la Zona 2, bajo el control y vigilancia de la hacienda, se activa el mecanismo causal de la defección o de abstenerse a defeccionar, así como la probabilidad de las repercusiones en caso de ser identificados, que son altas. El caso presentado por Vega (2004) en la región de Sumapaz es elocuente y consistente con Kalyvas (2010, p. 220), en el sentido que donde el riesgo de ser identificado y la imposición de sanción es alto, los individuos se abstendrán de defecciones y por eso el nivel de delaciones también será bajo (Tabla 12). Kalyvas señala, como lo hemos codificado en este trabajo, que dada la escasa evidencia sobre defecciones y delaciones un indicador es el temor a ser identificados, que se evidencia en el caso de Sumapaz.

Otro indicio de que los individuos no tendrán miedo a denunciar cuando se encuentran por fuera del alcance del control, se evidencia en los casos presentados, en los que los colonos elevan denuncias a las autoridades nacionales no a las locales sobre los abusos de los hacendados. Esto permite intuir de manera razonable que las denuncias ante autoridades locales facilitan la identificación de los denunciantes mientras que la denuncia anónima ante las autoridades de Bogotá es menos riesgosa. Es decir, opera el mecanismo causal de la delación como lo describe Kalyvas (2006). Donde el riesgo a ser identificados y sancionados aumenta la probabilidad de delación desciende, como puede imaginarse el entorno local cooptado por los hacendados, dada la evidencia disponible. Lo que también es ilustrativo del caso de la Colonia Agrícola de Sumapaz que se convirtió, como se predicaba de las haciendas, en una organización (unidad de explotación económica) pero simultáneamente en una institución social (unidad política y de gobierno) con mayor poder que los minifundios. Knight (1992) explica que, en general, las organizaciones son también instituciones sociales son sus reglas de juego internas. Las haciendas son un ejemplo claro, pero también la colonia de Sumapaz, lo que explica que dado el alto nivel de control de los colonos “insurgentes” en dicha colonia, los riesgos de sanción derivados de la delación disminuyan al punto que las denuncias públicas publicadas en la prensa de Bogotá fueron a instancias de esa organización.

Otro elemento clave en Kalyvas es la intimidad de la guerra civil, que postula que la probabilidad de violencia selectiva es más alta en condiciones en las cuales el conocimiento y cercanía con el blanco de la violencia es mayor. Esta condición puede explicar la amenaza de violencia se dirija contra los mayordomos y administradores de las haciendas por los colonos “insurgentes” y no contra los hacendados, como es el caso de la región de Sumapaz presentada por Vega (2004). Siguiendo a Kalyvas, se explica porque los hacendados son individuos ausentes en las haciendas, desconocidos para los campesinos, viven en los centros urbanos desde donde dirigen la hacienda que administran sus agentes locales y dedican mayor atención al seguimiento de los precios internacionales del grano y a realizar transacciones con esos mercados (Deas, 1976). Esta falta de intimidad con los campesinos puede ayudar a explicar los bajos niveles de violencia contra el hacendado y sus familiares, al menos en la etapa de los conflictos agrarios de principios de siglo pasado. La presencia de agentes locales de los actores del conflicto (administradores, mayordomos y capataces, por una parte; y ligas, sindicatos y colonias campesinas, de otra) puede contribuir a explica el bajo nivel de denuncias, de violencia física fatal selectiva o indiscriminada, que caracteriza según la evidencia disponible a los conflictos agrarios.

Finalmente, la presunta decadencia del régimen de hacienda tradicional en una época de aumento en los beneficios por la producción cafetera, dado el aumento de la producción exportable y los precios favorables del grano en los mercados internacionales, puede atribuirse a su incapacidad para adecuar su organización interna a las nuevas exigencias de generación de productividad y uso intensivo de las tierras, como una condición endógena (Palacios, 1983; Kalmanovitz y López, 2006; Fajardo, 1977). Pero también se puede atribuir a cambios exógenos como la instauración de una moneda única nacional de curso forzoso en todas las transacciones a partir de las reformas de 1923, que monetizan las relaciones laborales y la hacienda pierde en la práctica su capacidad para definir por cuenta propia el valor de los beneficios distribuidos por la hacienda. Las grandes haciendas controlaban el proceso de trilla del café y la comercialización en el exterior de la producción, pero a partir de 1926 y los años siguientes la intermediación de las casas comerciales es mayor y la creación de la Federación Nacional de Cafeteros pueden contribuir a explicar la disminución de la capacidad de control de la hacienda como unidad de explotación económica y de captura de los beneficios distribuidos por esta institución social a su favor. De hecho, la intermediación captura una parte importante de los excedentes de la producción cafetera y explica que las casas comerciales y la Federación promovieran la producción minifundista sin ninguna capacidad para competir por la trilla (fase industrial de la producción cafetera) y la comercialización (fase financiera). La evidencia no es concluyente sobre la decadencia de la hacienda.

Otros factores del entorno institucional cambiaron e impactaron el funcionamiento de las relaciones informales al interior de la hacienda, como la adopción de leyes laborales, restringiendo la libertad del hacendado para mantener relaciones laborales no asalariadas, lo cual implica distribuir los beneficios monetarios de la producción cafetera con los campesinos de la hacienda, para mencionar solamente algunas condiciones exógenas. Todos los trabajos consultados, aunque no incluidos en el análisis final, evidencian el carácter opresivo de las relaciones laborales al interior de la hacienda y que la remuneración no estaba monetizada, lo cual también se formula como causa endógena de la escasez de mano de obra Palacios (1983). La afirmación general sobre la incapacidad de las haciendas para transformar las relaciones laborales en trabajo asalariado es contradictoria: sencillamente algunas haciendas lo hicieron y otras no. En Tolima, de hecho, los jornales de campesinos aumentaron en los años veinte por encima del promedio nacional, incluyendo el salario de industria (Junguito; Vega; Palacios). En cualquier caso, parece contradictorio que se emplee la violencia en las haciendas para controlar a la población de arrendatarios y colonos que habían ganado cierta independencia cultivando sus propias parcelas, dentro o fuera de las hacienda (Vega, 2004). Sin embargo, de acuerdo con Kalyvas (2006), si el propósito era controlar a la población resulta lógico utilizar la violencia coercitiva.

            De manera un poco contradictoria, los estudios señalan que la violencia es utilizada en forma instrumental por los actores del conflicto agrario, hacendados y campesinos o colonos. Los hacendados contra los campesinos con el propósito de desplazarlos de las tierras baldías que han cultivado y apropiarlas para acrecentar la propiedad hacendaria. En Fajardo (1977), este propósito es claro. En LeGrand (1988, 2007) y Vega (2004) este propósito para indicar una relación causal más complicada porque la violencia es utilizada para despojar a los campesinos de las tierras pero con el propósito final de garantizar la oferta de mano de obra en las haciendas. Los estudios plantean sin excepción que la oferta de mano de obra era escaza por la demanda y mejores salarios en las obras públicas que se emprendieron durante los años veinte con los excedentes fiscales generados por el crecimiento de la exportación cafetera y la indemnización que pagó el gobierno de Estados Unidos por la separación de Panamá dos décadas atrás. También influyó en la escasez de mano de obra las oportunidades en el comercio y los servicios en los centros urbanos, aunque hasta 1945 la población colombiana seguía siendo predominantemente rural.

Lo que indican estos análisis es que la violencia puede ser abordada como un fenómeno autónomo del contexto, pero que éste estructura las estrategias de los actores y selecciona a los actores del conflicto. Los conflictos agrarios definieron dos actores rivales: hacendados y campesinos, con sus niveles de organización y capacidad “militar”, con agentes locales, y muy importante destacar cómo los conflictos definen las estrategias dominantes en la dinámica del conflicto: desalojar-no desalojar a los colonos (hacendados), invadir-no invadir terrenos de las haciendas (colonos). En el entorno institucional de los conflictos agrarios, los derechos de propiedad, formales o de facto, condicionan de manera endógena la capacidad de control sobre el territorio.

La distribución espacial del control es consistente con la distribución en contextos más conflictivos: quienes mandan se concentran en los centros urbanos, las planicies, y los insurgentes se concentran en las zonas de frontera, laderas, selvas, donde el acceso es más difícil. En los conflictos agrarios, al menos en el estado que se producen durante la primera mitad del siglo veinte, la violencia eventual impone en el cálculo de racionalidad de los actores que se confunden con la concepción de población civil, el cálculo del riesgo de supervivencia, de hecho por el desplazamiento forzado sin la necesidad de la violencia fatal, en un entorno altamente dependiente de la actividad agraria como generadora de rentas y subsistencia. El riesgo de ser identificados, de proceder mediante escaramuzas en los territorios bajo el control de las haciendas, puede contribuir con más evidencia, a confirmar que el mecanismo de defección y de delación opera en este entorno de manera similar al contexto de guerra civil.

Se ha dejado para el final intencionalmente, la corroboración de la teoría de Kalyvas (2006, p. 206) que permite explicar por qué los conflictos agrarios que se registraron en las primeras décadas del siglo veinte fueron menos mortíferos que La Violencia, como lo señala Pécaut (2001), o en comparación con otras guerras civiles. De acuerdo con los resultados del análisis, se observa que no se cumplen las condiciones que deben cumplirse para que los conflictos agrarios sean más sangrientos: (a) No se evidencian niveles de violencia indiscriminada, porque lo que se registran sus diferentes niveles de violencia física selectiva, donde los blancos de los ataques son los campesinos y los bienes y representantes de los hacendados; (b) No se evidencian variaciones frecuentes del control, ya que no predominan las Zonas 2 y 4, dado que en Cundinamarca y Tolima predomina la gran propiedad hacendaria hasta mediados del siglo veinte, aunque aumentan los minifundios, la parcelación de haciendas y la asignación de baldíos a los campesinos (Tovar; Fajardo, 1977; Sánchez, 1984b); (c) todavía en las primeras décadas del siglo veinte se evidencian amplias zonas intercaladas con las haciendas y los minifundios, de terrenos baldíos en disputa, no adyacentes a las haciendas, que han sido caracterizadas como Zona 3 (Ortiz Sarmiento, 1985; LeGrand, 1988); (d) no son reducidas las zonas donde se ejerce el control total, como la 1 y la 5, porque, al menos en las tierras cultivables de los departamentos de Cundinamarca y Tolima predomina la propiedad hacendaria con títulos, como se evidencia en amplias regiones como Viotá y Tequendama.

No obstante la información disponible, el nivel de agregación de datos y la evidencia anecdótica documentada, el análisis dista mucho aún de presentar resultados concluyentes pero permite ampliar la comprensión de la violencia en el contexto de los conflictos agrarios, señalar una relación causal respecto de la definición de los derechos de propiedad sobre la tierra y presentar las pruebas preliminares de las hipótesis formuladas por Kalyvas que plausiblemente pueden ser aplicadas en este contexto.◙

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